Genio y Figura/ Francisco Buenrostro
Se cumplieron las 79 horas a bordo del Expreso del Sureste. A las 2 de la mañana, la máquina se detuvo en la estación Mérida.
Descendimos como salidos de un cuento de La Batalla de Dos Mundos: sucios, desalineados y exhaustos. Veníamos de una trifulca de varios miles de kilómetros.
A dos calles de la terminal ferroviaria vivía mi tía Lupi; no recuerdo cómo le avisé que llegaríamos. De madrugada nos abrió la puerta adormilada, pero despertó con la pestilencia que traíamos a cuestas.
Baño, siesta y un delicioso desayuno, como todo lo que preparaba mi adorada tía, nos volvieron a la vida. La alegría con que nos recibieron Ceci, Pedro José y Tití, mis primos, hizo que el viaje valiera la pena.
-Váyanse a la playa –sugirió mi familiar.
El puerto de Progreso estaba demasiado cerca; la aventura sugería, por lo menos, Isla Mujeres. Y hacia allá nos dirigimos… Camioncito, tres horas a Puerto Juárez y de ahí algún Caronte que nos cruzara el charquito hasta la hermosa isla.
Justamente en el cruce de ese brazo de mar el lanchero nos comentó:
-¿Ven esa franja de tierra? Ahí se va a hacer un desarrollo turístico de primer mundo- afirmó con orgullo mal contenido.
Era 1971, en esa franja de tierra no había nada más que unas cuantas lucecitas dispersas.
Isla Mujeres y Cozumel eran las dos islas que atraían al turismo de la época con sobradas razones. Si no eran el paraíso, seguro estaban a la vueltecita.
En Isla se podía acampar en la playa, instalar hamacas, hacer fogatas, beber sin observaciones ni reclamos y no había horario para bajarle a la música. Hasta la Policía Naval se acercaba con simpatía.
Se podía ir a pie al Garrafón, el santuario de tortugas, donde se puede (o se podía) convivir con los quelonios casi casi en su hábitat natural.
Ahí, aparecieron de pronto los “guardaditos” de cada uno para que no se notara la miseria y para disfrutar a tus anchas de esa juventud que nos brotaba por los poros.
La tortura que representó nuestra experiencia ferroviaria, se diluyó con buena comida, atardeceres, amaneceres, paseos, lindas isleñas y una cordial amistad.
Toda una aventura a.C. (antes de Cancún) que hoy en día sería totalmente imposible con un presupuesto estudiantil que no llegaba a los 500 pesos por cabeza.
Tras una cortísima visita de doctor de vuelta a Mérida –ya vine tía, ya me voy tía- , el regreso a México, fue como cuando te toca recoger la mesa del banquete; sólo ves las sobras de los platillos.
Aprovechamos lo barato del tren hasta Villahermosa y, de ahí, el más económico de los ADO para llegar a la gran ciudad.
Como ni siquiera eran comunes las cámaras fotográficas, las experiencias y los recuerdos quedaron en la memoria de cada uno y en mi escrito original que se perdió en tiempos de la Facultad.