
Genio y figura/Francisco Buenrostro
Era uno de los restaurantes más populares de la década de los 70 en el Distrito Federal. Con sus coloridos asientos y sus 24 horas de servicio, se convertía en el sitio ideal para sentarse horas y horas a arreglar el mundo frente a una taza de cafecito de refill como le llaman ahora.
Lo mismo se platicaba de la escuela, que de regaños paternos, o los resultados de los juegos de Centuriones, el equipo de futbol americano del Amado Nervo; los planes de fin de semana, fiestas, ligues y desilusiones.
Con mi amigo Jesús Coronel, acostumbraba un día sí y otro también, acudir al Denny’s de Insurgentes y Alta Vista, donde nos hicimos clientes frecuentes del turno nocturno y hasta nos extrañaban cuando no íbamos.
Chucho, por cierto, es uno de los tipos más seguros que he conocido. Llegábamos a alguna fiesta y desde la puerta recorría a la concurrencia femenina.
Me voy a ligar a esa chava -decía-.
Lo dudo, viene con su galán -le respondía-.
Cuando salíamos de la reunión, se iba con la chica que me había dicho.
Su figura atlética, de nadador sudcaliforniano, nacido en La Paz, B.C., contrastaba con la de su enclenque amigo (yo).
En las playas acapulqueñas, tenía que ser yo el que se acercara a los grupos de chicas; si no les hablas tú, no ligamos -sentenciaba.
Claro que yo me acercaba y lo vendía. ¿Quieren conocer a mi amigo?
Éramos unos auténticos marchistas. Salíamos de la glorieta de Chilpancingo rumbo al sur y llegábamos a golpe de calcetín y paso de caracol hasta la caseta de la México-Cuernavaca, que estaba antes de su actual ubicación; eran un poco menos de 20 kilómetros.
Ya de regreso hacíamos nuestra escala en el popular restaurante, mínimo de dos o tres horas y, a veces, hasta que amanecía para poder tomar el camión. Dejábamos el mundo igual, pero por nosotros no quedaba.
Durante el día existían otros lugares de moda para jóvenes, a los que íbamos toda la bola, un poco más fresones, como el Tomboy, donde las malteadas, papas a la francesa, hamburguesas y aros de cebolla, eran lo que rifaba; tenías que ir en coche, si no, las chavitas ni volteaban a verte. Estaba frente al Teatro de los Insurgentes.
El Sanborn’s en la planta baja del Conjunto Aristos de Insurgentes y Tlaxcala, más familiar, también era un sitio agradable para ir con los cuates y las amigas. Pedías un refrescante squash y, con café, un pastel de chocolate; era lo más clásico. En la espera podías pasar horas en la sección de libros y revistas.
Los pasteles que ahí se vendían llegaron muchas veces a nuestra mesa, para celebrar algún cumpleaños, antes de que el primo repostero de la familia, Manolito, nos obsequiara con sus esquisiteces de inenarrables creaciones, dignas de los más exclusivos restaurantes.
A veces, salíamos a insurgentear y la primera escala se hacía en Woolworth, para comprar pepitas o cacahuates, además de darte una vuelta por la sección de discos para ver y escuchar qué había de nuevo.
Unos pasos adelante, justo a un lado de la Juguetería Ara, había una discoteca muy pequeñita, que siempre tenía buenos discos. A la hora de comprar, de todas formas, preferíamos ir a Mercado de Discos de San Juan de Letrán, que tenía mejores precios.
La última escala de la insurgenteada, era en Sears para comprar las mejores palomitas del mundo mundial de entonces. Después encaminábamos nuestros pasos al Parque General San Martín, El Parque México para los cuates, que merece capítulo aparte.