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Aquella primera visita a la Sierra Tarahumara donde conocí in situ la lacerante pobreza del pueblo Rarámuri, dejó en mí la sensación de que por algo había conocido ese lugar y a su gente.
Desde entonces, como hasta ahora, me duele el vil latrocinio que quienes se dicen alfabetizados, cometen con los menos favorecidos, que si hoy siguen sojuzgados, a finales de los setenta, eran algo así como comunidades fantasmas, sin voz ni voto en el concierto nacional.
Me emocioné con la sencillez de esa gente trabajadora que por desconocimiento total entregaba su trabajo a cambio de migajas, para que sus “benefactores” le sacaran cincuenta o cien veces lo que pagaban por artesanías de un valor incalculable como violines, tambores, prendas de vestir o sandalias.
Volví a la Sierra muchos años después por parte de la naciente Comisión Nacional del Deporte, donde realizaba un programa televisivo que atendía a comunidades abandonadas de todo el país. El pretexto era conocer la entraña de la tradicional carrera del venado.
Un equipo de la Televisora del Estado, entonces Imevisión, con el camarógrafo Jorge Medina al frente, nos acompañó en el recorrido que nos llevó a la capital chihuahuense y de ahí, en avioneta, al poblado de Guachochi, al que en aquellos tiempos, no se podía llegar más que por vía aérea.
Éramos cinco en todo el equipo, y nos fue asignada en medio de la impresionante naturaleza tarahumara, una cabaña con todos los servicios: agua, luz, gas, alimentos, cobijas. Afuera, solamente la inmensidad de la noche estrellada en la negrura del bosque.
El encargado de la cabaña, por parte de Promotora Forestal Tarahumara (Profortara) nos agasajó la noche del arribo con una tradicional “discada”; carne de res asada sobre la tapa de un barril de petróleo, a su vez colocada sobre un rin de camión, todo a fuego intenso con estiércol de vaca como combustible, con chiles, algunas menudencias, cebollitas, frijoles de la olla, tortillas hechas a mano y ricas salsas.
En ese paraíso, la convivencia se hubiera extendido por días, de no ser porque la lluvia hizo presencia.
Jamás vi un espectáculo similar; no eran gotas, eran olas de agua las que nos dejaron en minutos como si viniéramos de nadar y al fondo, no muy lejos, veíamos cómo los rayos partían en dos majestuosos árboles.
Sobra decir que en esos momentos te das cuenta de tu insignificancia ante la obra de Dios. Apagamos las luces para intentar dormir y los relámpagos nos acompañaron buena parte de la noche.
La mañana, con el canto de los pájaros, nos trajo nuevas sorpresas. No nos bañamos solos, a cada uno nos tocó compartir la regadera con un escurridizo camaleón y con un descarado megasapo, que no se salió por más que le hicimos.
Limpios y descansados compartimos el almuerzo con los atletas de la tradicional carrera del venado en la que se llegan a recorrer hasta 100 kilómetros en pos del astado. Los hombres detrás de una pelota de goma hecha con la resina del madroño, un singular árbol rojo de la región y, las mujeres, detrás de un aro.
Medina, con su asistente, se llevaron las palmas. Las imágenes que levantaron para ilustrar el reportaje, fueron vistas por compañeros de la televisión española, que nos las querían comprar a cualquier precio. Por supuesto que no las vendimos a ningún precio y no nos fuimos a la cárcel.
Pero todavía faltaba nuestro infiernito. Esa tarde esperábamos el taxi aéreo que nos llevaría a Choix, cuando llegó a nosotros una cosa con alas, totalmente destartalada, con tornillos de tlapalería en lugar de remaches y asentada en el piso como si no se conocieran los amortiguadores.
El operador, difícil llamarle piloto, nos increpó por venir tan cargados y a regañadientes nos acomodó en la cabina; uno al lado de él, dos en medio y otros dos atrás encima de la cámara, casetes y cartuchera. Despegamos asustados y en silencio.
Alguien preguntó si nos faltaba mucho para llegar. La respuesta del taxista “vamos a la mitad exactamente”, vino acompañada del paro repentino del motor.
Tras ello, una sarta de improperios, porque “la chingadera” no respondía al bombeo manual para que entrara el otro tanque de gasolina. En el inter, todos transparentes, sólo veíamos como se aproximaban inexorablemente las copas de los árboles.
De pronto, ¡rurruuuuuum!
Pasaron, según don chofer, apenas 20 segundos en caída libre, que a nosotros se nos hicieron como diez años. Creo que nunca estuve tan cerca de la muerte. Todos besamos el suelo al tocar tierra en Choix, lo que magnificó el agradecimiento al eterno por mantenernos con vida.