
Crónica Cuevanense/Roberto Tamayo
En un país donde la libertad de expresión aún se conquista todos los días, la nueva iniciativa de la Presidenta de México para reformar la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión levanta más alarmas que aplausos. Si bien es legítimo y necesario proteger la soberanía informativa frente a campañas de propaganda extranjera —como la tristemente célebre pieza antiinmigrante promovida desde el extranjero—, el remedio propuesto podría salir más caro que la enfermedad, sobre todo para un sector vulnerable pero vital: las radios universitarias públicas.
La reforma plantea sanciones severas —de hasta el 5% de los ingresos— para medios que transmitan propaganda de gobiernos extranjeros. Aunque el espíritu de la ley busca blindar a México de influencias ajenas, el diablo está en los detalles. Y esos detalles, en este caso, son los vacíos conceptuales y las ambigüedades que podrían poner en jaque a emisoras con vocación educativa y sin fines de lucro.
Las radios universitarias no son ni Televisa ni TV Azteca. No compiten por ratings ni lucran con pautas comerciales. Son espacios de formación, reflexión, cultura y crítica. Muchas han tejido alianzas internacionales para co-producir contenidos académicos, científicos o culturales con otras instituciones del mundo. ¿Acaso transmitir un programa de Radio Francia Internacional o una serie documental producida con la UNAM y una universidad alemana podría ser considerado “propaganda extranjera”? Si no se clarifica la definición, la autocensura será el camino más seguro… y más triste.
Pero eso no es todo. La creación de una ‘superagencia’ llamada Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones (ATDT), que sustituiría al Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), centraliza el control de contenidos y abre la puerta al bloqueo de plataformas digitales. Este nuevo aparato burocrático tendría facultades tan amplias como preocupantes, lo que en manos equivocadas podría derivar en una censura de facto. Una cosa es regular, otra muy distinta es vigilar bajo sospecha permanente.
Las universidades públicas, a través de sus radiodifusoras, cumplen con una misión que rebasa lo técnico: son laboratorios ciudadanos. En sus cabinas se forman comunicadores, científicos, gestores culturales, líderes de opinión. Son también la única voz en muchas regiones del país donde los grandes consorcios ni siquiera prenden el transmisor. Limitar su capacidad de operar, fiscalizar sus contenidos sin distinción o exigirles los mismos estándares que a gigantes mediáticos es no solo injusto, sino peligroso para la pluralidad democrática.
La reforma debería tener una cláusula de protección específica para medios públicos y universitarios, reconociendo su naturaleza, función y limitaciones presupuestales. También debe quedar claro que la cooperación internacional académica o cultural no es propaganda, sino parte del ADN de una sociedad abierta al conocimiento global.
Si esta ley pasa sin enmiendas, no solo se pone en riesgo la viabilidad de muchas radios universitarias, sino también el principio de libertad de expresión. No podemos permitir que, en nombre de la soberanía, se impongan mordazas donde debería haber diálogo, diversidad y pensamiento crítico.
Las universidades públicas deben alzar la voz, no solo en defensa propia, sino por el derecho de la sociedad a informarse, cuestionar y participar. Porque cuando callan las radios universitarias, pierde el país entero.