
Defender derechos humanos, todo lo contrario
Existen muchas formas de criminalizar con fines políticos. Donald Trump lo hace de manera burda: afirmó que entre los migrantes indocumentados hay millones de criminales, una falsedad absoluta. Durante la campaña presidencial pasada, incluso el candidato a vicepresidente J C Vance difundió una historia grotesca, que en Springfield, Ohio migrantes robaban mascotas para comérselas. Los datos demostraron su falta de sustento. El alcalde del lugar aludido, Rob Rue —republicano—, desmintió a la campaña de Trump, al afirmar que los migrantes señalados, en su mayoría de origen haitiano, no eran ilegales y eran valorados por la comunidad por su trabajo y conducta cívica.
López Obrador también recurrió a la criminalización, aunque de forma menos frontal y con un evidente cálculo político. Su eje fue la corrupción. Señalarla como tal es imputar un delito, la utilizó selectiva y permisivamente para deslegitimar a adversarios y justificar decisiones clave, entre otras, la cancelación del aeropuerto de Texcoco, el nuevo sistema de compra de medicamentos, la eliminación del Seguro Popular, la desaparición de la PFP, la disolución de órganos autónomos y el desmantelamiento del Poder Judicial Federal y de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En todos estos casos hizo suyas las ideas preconcebidas de que todos los funcionarios son corruptos, lo que facilitó superar resistencias sociales y políticas. La corrupción es realidad, pero es muy distinto generalizar, imputar, sacar provecho político y terminar no haciendo nada contra los supuestos o presuntos corruptos.
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