
Genio y Figura/Francisco Buenrostro
Rubén Olivares “El Púas” y Enrique García, quien después se hizo colega, son dos de los rostros más maltratados que recuerdo en el mundo del boxeo. A todas luces se notaban los cruentos pleitos que tuvieron en los cuadriláteros.
Sin embargo, estaban perfectamente hojalateados por el mejor, nada más y nada menos que por el jefe de los servicios médicos de la Comisión de Box y Lucha del Distrito Federal, Horacio Ramírez Mercado, médico amo de la prevención, salvador de vidas y reconstructor de rostros.
Alumno del legendario galeno Gilberto Bolaños Cacho, el ahora llamado Doctor Boxeo, se hizo cargo desde 1971 y hasta 2014 de atender la salud y necesidades médicas de todo aquel relacionado con el mundo del boxeo en nuestro país.
Y digo de todo aquel relacionado, porque su bonhomía lo llevó más allá de su asiento en ringside, para atender lo mismo a boxeadores que a periodistas, directivos y a quienes en algún momento tuvimos la suerte de toparlo.
Por sus manos pasaron cientos de púgiles que llegaron a campeones y otros que se quedaron en el sueño de serlo y siempre encontraron en él ese don de gentes que sobre todo con “sus muchachos” afloraba en forma de padre protector.
A él lo traté muy de cerca muchos años, lo mismo a un lado del cuadrilátero de la Arena Coliseo o de la México, los sábados, y todos los lunes en las reuniones de la Comisión. Era un hombre amable, de andar pausado, muy observador, callado, y sin estridencias de ningún tipo.
Como fuente inagotable de conocimiento, en alguna ocasión platicamos para mi programa de radio, sobre los golpes letales del boxeo. En su opinión, el gancho al hígado es el peor -o mejor- de todos.
-Un gancho bien ejecutado, paraliza las piernas y contrae el cuerpo entero, decía.
Hablamos del uppercut, jab, el uno-dos, los bolados, los golpes rectos, a la mandíbula, al cuerpo y también de cómo atender las emergencias en el encordado.
Manifestó su profundo respeto por los seconds que se encargan de vendar las manos de los boxeadores; es una verdadera obra de arte -dijo- y se refirió también a la atención que dan en la esquina para detener un sangrado o bajar una inflamación.
El 14 de mayo de 1983, en un hecho único e inusitado en nuestro mundo boxístico, Ramírez Mercado fue el primero que se acercó a atender al entrenador Roberto Tío Jiménez, abatido de un balazo al término de la función de esa noche. Desafortunadamente, nada se pudo hacer para salvarlo, pues su muerte fue instantánea.
Más allá de los encordados, en una ocasión que se accidentaron en el periférico varios compañeros periodistas, el más dañado fue Héctor Islas, quien resultó con el rostro partido en dos, situación que lo tuvo alejado un tiempo de la actividad.
Pero como reportero de box, al volver a los gimnasios no tardó en encontrarse con el doctor Ramírez Mercado, quien al ver el daño en su rostro, sin más ni más le ofreció operarlo. Lo dejó como artista de cine y -claro- no le cobró un solo quinto.
Cuando tuve una forunculitis que afectó mi glúteo izquierdo, no podía sentarme ni estar de pie; tenía que permanecer acostado boca abajo. Busqué que me atendiera, pues recordé me había platicado que los luchadores padecen constantemente de ese mal.
Mi buen amigo José Manuel Rojas Fierro, acondicionó el asiento trasero de su auto para poder llevarme a mi cita en el Palacio de los Deportes. Condujo desde Tlalpan a medio kilómetro por hora, para que los baches y los brincos no me afectaran.
Desde la puerta de la instalación olímpica hasta el consultorio de don Horacio -no más de 60 metros- tardé medio erguido pero a pie, casi media hora en llegar, porque una camilla era como un aparato de tortura.
-A ver mijo, vamos a ver qué te pasa-, me dijo el doctor que ya me esperaba.
Con mucho cuidado me acomodó en su mesa de trabajo en lo que supe entonces, era una posición prona.
Al verlo tomar un bisturí, lo interrogué con poco menos que pánico.
-¿No me va a poner algo de anestesia?
-En este caso no, porque los tejidos están muy abiertos y no haría efecto…
Y así, mientras con toda calma me explicaba lo anterior, sentí como la hoja del utensilio médico se abrió paso entre mi carne. El grito que pegué se escuchó hasta las eses del autódromo, pero el alivio fue instantáneo y después de unas cuantas puntadas pude caminar de regreso al auto de mi cuate, ahora sí sentado rumbo a casa.
Detalles de este tipo, que rebasaban con mucho su intensa actividad en la Comisión de Box y Lucha, hablan de un profesional entregado de lleno a su labor.
Un galeno fiel seguidor del juramento hipocrático, verdaderamente preocupado por el buen estado físico y la salud del deportista. Nunca expuso a ningún muchacho, pues cuando las heridas que revisaba suponían la posibilidad de daños mayores, suspendía inmediatamente el combate.
Un hombre que supo ganarse el respeto y aprecio de la prensa con la que mantuvo una relación abierta y cordial, siempre dispuesto a tratar los temas del momento.
Cientos de boxeadores pueden dar testimonio de sus virtudes, igual que mucha más gente de otros ámbitos que conocimos y tratamos a don Horacio Ramírez Mercado, Doctor Boxeo.