
Genio y Figura/Francisco Buenrostro
Pertenezco a la generación de mexicanos que aprendió a manejar en un Vocho y que, de seguro, formamos legiones.
Era común ver en las calles toda clase de autos de diversos orígenes, cuando el llamado Carro del Pueblo llegó a nuestro país a mediados de los 50.
Mi papá trabajaba en la Compañía Latinoamericana de Seguros, si no la primera, una de las más antiguas y prestigiosas empresas del ramo.
Diario le asignaban distintos autos, entre los que recuerdo un Vauxhall, un Fiat Millecento, y un Opel Cadet, entre otros. En todos lo acompañaba a trabajar; era yo un verdadero maestro con la cinta métrica.
Demostré ampliamente mis habilidades un día que medimos toda el área de la sala de exhibición de Del Valle Motors, primera agencia Volkswagen en México, en la avenida Félix Cuevas y Parroquia. No me falló ni un centímetro.
Previo a los paseos paternos en coche, tenía otros varios. El papá de mis primos Méndez tuvo autos de todos sabores y colores, útiles más que bonitos, por la naturaleza de su trabajo en el que tenía que transportar materiales químicos.
Era común verlo en plan de mecánico cada vez que fallaba alguna de sus unidades, o sea siempre. En una de esas justamente, con mi primo el Pato fui a meter la narizota donde nadie me llamaba y resulté con la mano izquierda aplastada por el pesadísimo cofre de una destartalada vagoneta Chevrolet; perdí la uña del meñique y la curiosidad pasajera.
No le perdimos el cariño al armatoste, porque era en el que jugábamos a manejar y recreábamos las aventuras de nuestros ídolos de la tele. Yo era el moreno de la serie Ruta 66 y mi consanguíneo el palmípedo, el güero. No había vuelta de hoja porque esos eran nuestros colores de piel.
Mi tío Is (Isidro Sánchez) tenía una agencia especializada OSA Oficina de Servicios Automovilísticos, que quedaba muy cerca de nuestra casa y constantemente iba y venía. Nada más por andar en coche le pedíamos que nos llevara y nos trajera.
En uno de esos micropaseos, en un Pontiac que parecía tanque de guerra, chocamos en la esquina de Bajío y Culiacán, cuchilla con avenida Insurgentes. Fue más el estruendo de los metales que los daños ocasionados, pero desde nuestra óptica infantil, calificó para presumir que ya habíamos chocado.
Otro familiar político, Guachón, se dedicaba a la compra venta de coches y traía los más modernos y caros del momento; muchos convertibles en los que también nos paseamos por el zócalo del centro de la ciudad.
Fernando el “Pulpo” Remes, excelso short stop de los Tigres capitalinos, fue novio de mi tía Olga, quien lo condicionaba a que llevara a todos sus pirrimplines sobrinos -nosotros- si quería sacarla a pasear en un Plymouth convertible del año.
Algo similar le aplicó después a un sobrino del General Alfonso Corona del Rosal, entonces regente del Distrito Federal y la sobriniza, por supuesto, feliz de la vida.
La familia y todos los allegados de la época, que hacían parecer la casa como la embajada de Yucatán en México, éramos totalmente pata de perro con mi mamá, leonesa, como número uno. Todo yucateco que llegaba a la capital en aquel entonces, parecía que tenía que reportarse con mi abuela Aurora.
Precisamente, uno de esos allegados, mi padrino, Alfonso Pereyra Popeye, ignoro porque el mote, era dueño de un De Soto, más o menos 46, azul marino, en el que auténticamente cabía hasta el perico, o lo hacían caber.
Esa máquina nos trasladó a miembros de tres familias ida y vuelta, no menos de tres veces al puerto de Veracruz, hasta el día que dio de sí y nos dejó tirados a la altura de Perote. El Pichirilo, como le decía su dueño, terminó ahí su vida útil, en la que sumó incontables alegrías al núcleo familiar que crecía y crecía con la llegada de cada emisario peninsular.
Tal vez estaba yo sumido en alguno de esos recuerdos, una tarde que mi papá me pidió lo acompañara a la agencia Volkswagen.
Otra vez a medir- pensé.
-Espérame aquí, dijo don Heriberto, al llegar al lugar.
Media hora después me llamó para que lo acompañara al departamento de entrega de vehículos nuevos.
-Súbete, es nuestro coche…
La alegría que sentí fue sólo comparable a que me dieras todos los juguetes que siempre quise al mismo tiempo. Me subí, olía a fresco, a nuevo.
Meses más tarde, en ese flamante Vocho recibí mis primeras lecciones de manejo, ya hace más de 60 años, tiempo que tengo de haberme puesto tras un Volante por primera vez.
Con la onza de oro que me significó el aprendizaje, antes que la mayoría de mis amigos, me convertí en conductor emergente de quien se dejara. Mi primo Jesús me confió su Mercedes Benz con palanca al volante, que me pareció de lo más divertido.
Mi preciosa tía Landy, de plano, me nombró chofer titular de su Renault 10 con el que de vez en cuando la llevaba a alguna diligencia y el resto del tiempo era totalmente mío. Cuando por algo -no tenía para la gas- no lo llevaba al CCH manejaba el Dart 67 sport de mi amigo Armando Estrada.
El renolito 10 tuvo un triste final, cuando un camión de la basura se me cerró a la mala sobre Río San Joaquín y me mandó contra un poste donde quedó partido a la mitad; fue pérdida total.
No volví a manejar un Renault, hasta que mi amiga Licha Pizano Meza, me confió su flamante R8, en el que llegábamos todos los días a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Qué coche tan maravilloso.
En mi vida profesional tuve varios Vochos: El domingo 13 de marzo de 1983, de regreso de una reunión en Lago de Guadalupe, iba pie fondo en mi VW 72 para llegar a dar el noticiero matutino de Grupo Acir; de pronto vi pasar delante de mi una llanta y el volante se volvió de chicle.
Con los pies aferrados en los pedales, di tres maromas completas, todos los cristales se rompieron, los asientos se zafaron de su lugar, no sin antes aplastarme las costillas, el motor salió por un lado y mis dientes por el otro.
Eso me lo platicó mi compañero Luis Lara, quien venía unos metros adelante y al no verme por el retrovisor regresó para auxiliarme y llevarme a la casa de nuestra anfitriona Tamara Guillemot, quien a partir de ese momento, se convirtió en mi auténtico ángel de la guarda.
Además de estar a punto de morir, en un Vocho, me divertí, soñé, me enamoré, estallé, sufrí, gocé y hasta fui ladrón involuntario, con una llave que abría y encendía cualquiera de sus similares.
Mi último Vocho fue uno negro 1962 con todas sus partes originales, que suscitaba el pleito entre los valet parking de mi cantina de cabecera del momento, Mi Oficina en el primer cuadro del todavía D.F.
Si me buscan, voy a estar en mi oficina, le decía a mi asistente. Y no mentía.