
Jugar al límite
La vida me ha dado oportunidad de viajar y conocer los lugares que casi todos los que viajan conocen.
He caminado por Roma, París, Amsterdam, Moscú, Nueva York, Buenos Aires, Puerto Rico, República Dominicana y muchas ciudades suizas, búlgaras, y rumanas entre otras; además tengo el enorme orgullo de haber pisado todos los estados de mi querido México.
No hace falta decir que disfruté todo lo disfrutable de esos lugares, que conocí gracias a mi convicción de estudiar periodismo y lo que he desarrollado en esta maravillosa profesión.
El cargar con mi humanidad por lugares representativos, ciudades históricas y paradisiacos escenarios, lo mismo que sitios de hecatombe, me da cierta estatura moral para opinar.
En mis primeros años como reportero me moví tanto en la cobertura de Presidencia de la República, como en información general, espectáculos y deportes, lo que me entregó una panorámica muy extensa de las particularidades de cada fuente.
Gracias a mi capacidad de asombro, uno de mis más preciados tesoros que espero nunca perder, me conmoví en inauguraciones y clausuras de Juegos Olímpicos, Mundiales de distintas especialidades y Copas del Mundo.
No me da pena decir que más de una vez lloré ante las hazañas de deportistas de diversas disciplinas y que temblé de emoción ante figuras de talla internacional, lo mismo que sufrí al lado de personas alcanzadas por una tragedia.
Recuerdo ese calorcito que recorrió mis venas al presenciar el 10 de Nadia Comaneci y las lágrimas que rodaron por mis mejillas a rienda suelta cuando vi subir a lo más alto del pódium de los 20 kilómetros a mi querido Daniel Bautista Rocha, con los acordes de nuestro himno nacional.
Igual me estremecí cuatro años después cuando al centro del Estadio Olímpico una enorme figura del osito Misha, rebautizado por los mexicanos como el osito Transha, movió los brazos en señal de adiós, durante la clausura de Moscú 80.
A pesar de que los jueces nos robaron las posibilidades de repetir el oro de la caminata en tierras moscovitas, lo mismo que el metal dorado en clavados y otra presea en boxeo, el calor del pueblo ruso nos brindó una sensación única.
Me convencí entonces de que más allá de sistemas políticos, económicos, sociales o de cualquier índole, los seres humanos somos los mismos en todo el mundo; salvo muy tristes excepciones, sentimos igual en El Congo, Liechtenstein o Tanzania, que en Machu Pichu, Ahome o Xichú En medio de todas estas experiencias, recuerdo una pieza clave que marcó mi vida reporteril; creación del ser humano -aunque tengo mis dudas-.
Se refiere a La Pietá de Miguel Ángel, ante la que estuve por primera vez en una rápida visita a El Vaticano, justo a la mitad de una gira que nos llevaría a la parte norte de La Bota; la capital mundial de la moda, Milán.
En cuestión de minutos vimos La Piedad, dimos un paseo por la Basílica de San Pedro, el Museo de El Vaticano, La Vía de la Consolación y el Castillo de Sant’ Ángelo.
Aunque físicamente seguí con el grupo, mi espíritu se quedó anclado ante la creación maestra del escultor florentino.
Habían pasado poco más de 5 años del ataque del desquiciado mental Laszlo Toth, quien dañó con un martillo el rostro de la virgen, por lo que la obra ya estaba cubierta con un grueso cristal antibalas, que mermaba poco su disfrute.
Si bien es cierto que los escultores de la época eran todos bajados de una nave espacial, para darnos cátedra, Michelangelo plasmó en el rostro de la virgen y de su exánime hijo, la caída de la tela del manto y todo el equilibrio del conjunto escultórico una sola cosa: perfección.
Jamás entenderé esas proporciones de posturas exactas y cómo le sacas transparencia a una piedra que además vuelves suave con caída de seda. Me embargó una emoción única de llanto y alegría, admiración y humildad.
Yo, ni en veinte vidas, sería capaz de esculpir una uña de esa creación magistral, ante la que, al regreso de Milán, estuve sentado dos horas, sin pestañear, alucinado por LA BELLEZA en su máxima expresión.