
El drama de los desaparecidos
El cine era una opción real de diversión en la década de los sesenta, cuando la todavía joven televisión no alcanzaba a llenar nuestras expectativas y la radio luchaba por readaptarse a los nuevos tiempos.
Las matinés eran lo más común, tres películas por un peso, que regularmente se daban en el cine Gloria de la calle de Campeche, o el moderno Continental de Avenida Coyoacán y Xola.
Mis primas mayores, lindas y consentidoras, Ligia y Carmelita, (ambas ya fallecidas), jalaban con toda la runfla de chiquillos -mínimo seis- para llevarnos a la matiné o funciones normales. Podían ligar, siempre y cuando los pretensos en cuestión compraran las palomitas para todo el grupo.
Cada uno de nosotros llevaba su guardadito para las semillas, garbanzos, cacahuates, chitos y ya dentro de la sala, muéganos y gaznates. Todo eso constituía la oferta gastronómica de las salas cinematográficas de entonces.
Tengo fresco el recuerdo de Canción de Juventud con Rocío Durcal, que vimos con nuestras chaperonas en el Gloria; ahí mismo, Ha Llegado un Ángel, con Marisol, o Whisky y Vodka con Pili y Mili, toda la ola española que barrió en los sesenta.
Al cine México nos llevaba mi mamá, porque había que tomar el tranvía hasta Avenida Cuauhtémoc y Álvaro Obregón, lo mismo que para ir al Internacional. Al Estadio, que después fue el Teatro Silvia Pinal, nos íbamos toda la palomilla a pie, igual que a Las Américas muy cerca de la casa.
Pasado el tiempo, ya nos aventurábamos solos al Insurgentes, en la glorieta del Metro y hacia el sur al Manacar. Fue precisamente en este último cuando ya adolescentes nos tocó ver la romántica y lacrimógena Love Story con Aly Mc Graw y Ryan O Neal. Procurábamos ir con la chica de nuestros sueños, para enjugarle las lágrimas; había que llevar kleenex, porque de que lloraba, lloraba.
Por esa misma época se estrenó Grand Prix con Yves Montand y James Gardner, con música de Maurice Jarré, cinta que capturó de inmediato a muchos jóvenes amantes del automovilismo deportivo, ya que presentaba escenas reales de Grandes Premios de Fórmula 1, con imágenes de Jim Clark, Graham Hill y Juan Manuel Fangio, entre otros. No verla, significaba estar out.
Otro filme que capturó a los aficionados al automovilismo deportivo, fue A Man & a Woman, con las actuaciones de Anouk Aimeé y Jean Louis Trigtinant, que habla de una pareja que lucha por su amor en contra de las duras condiciones que a él, como piloto, le imponía un medio siempre en movimiento. Todos los que empezábamos a manejar soñábamos con una historia así.
Para olvidar un poco el romance y sentirnos malos, se estrenó en el Internacional, con sus mil butacas, A Hard Day’s Night de los Beatles. Hacía equipo con El Cochinito Zepeda, para ser de los primeros en la fila. Yo ya tenía el disco long play y en casa con los amigos lo escuchábamos todo el día, pese a las abuelescas quejas, que lo calificaban como música del diablo.
En materia de Western también acudimos al estreno de El Bueno, el Malo y el Feo, con Clint Eastwood y música de Ennio Morricone. El tema musical pasaba cada 5 minutos en cualquier estación de radio. Varios de mis amigos, con Chucho Coronel a la cabeza, adoptaron el estilo de vestir de la película; sombrero, chaleco y mezclilla.
No se puede dejar fuera Midnight Cowboy, con John Voight y Dustin Hoffman con tremendo tema musical de Harry Nilsson, Everybody’s Talking, que hasta hoy en día me hace evocar mi amable adolescencia, en la que los feos cortones femeninos (no tuve con quién ir a ver Love Story) me inclinaron al lado de la lectura, cosa que les agradezco.
En aquel México no daba miedo andar en las calles a ninguna hora y aunque fuéramos a la última función del cine, regresábamos a pie a casa o nos tomábamos un café, tranquilamente; a algunos, si acaso, les esperaba el regaño maternal cuando mucho. Éramos libres, sin ataduras y felices.