
Ricardo Monreal, el ataque
Me sabía de memoria, por lo menos entre 50 y 80 números telefónicos; de mi novia, amigos, familiares y fuentes informativas.
Y no era una atracción circense, sino alguien común y corriente, igual que muchos. Si de pronto no recordabas alguno, tenías una libretita directorio.
Además de los teléfonos domiciliarios, en las ciudades había casetas telefónicas que por humildes 20 centavos, te daban derecho a hablar tres minutos.
Existían los directorios telefónicos, ejemplares impresos con todos los teléfonos de cada ciudad, gruesos, de cientos de hojas, que pesaban kilos.
En mis inicios en los noticieros radiofónicos en la X-730 de Televisa Radio, nos daban todas las mañanas 5 pesos en monedas de 20 centavos, para poder hablar desde cualquier teléfono público. No era raro entonces escuchar durante la transmisión para continuar deposite sin colgar otra moneda.
Dependíamos al mil por ciento de las casetas telefónicas y, en algunas ocasiones, de la buena voluntad de la gente para prestarnos sus aparatos de casa en situaciones de evidente urgencia.
Creo que no existía en nuestra estructura mental, la posibilidad de poder narrar in situ todo aquello que constituía una noticia; no extrañábamos entonces los celulares.
Cotidianamente, en México o el extranjero, éramos recolectores de información en cada punto que recorríamos o evento al que acudíamos. De todo tomábamos apuntes, que vaciábamos sobre el papel para después teclear las notas, primero en máquinas mecánicas y después en eléctricas.
Libretas y hojas blancas estratégicamente dobladas constituían nuestros archivos diarios y se convertían en valiosos documentos de consulta. Cada quien sabía cómo manejaba su desorden ordenado; yo era “el papelitos” pero siempre encontraba lo que buscaba.
Pienso que los manuscritos de maestros del periodismo y de la crónica, hoy serían tesoros invaluables. La libreta de apuntes del “Mago” Septién, por ejemplo, contenía la historia del beisbol de Grandes Ligas y de la Liga Mexicana, casi casi en jeroglíficos, que él se encargaba de descifrar.
El teléfono fijo era una herramienta que cumplía con su función primigenia a satisfacción: enlazar seres humanos a través de la voz, con todas sus emociones, matices e intenciones, cualidades inexistentes en la frialdad de los mensajes de texto.
Tenías certeza sobre el paradero de tu interlocutor. Si tu novia te contestaba en casa, era porque estaba en su casa y no en cualquier otro lugar. El recibo te daba arraigo como comprobante domiciliario y si marcabas al 03 podías acceder al servicio de despertador.
El servicio fijo era caro, para poder instalar un aparato en tu casa, debías comprar una determinada cantidad de acciones de la entonces Teléfonos de México, que se encargaba de otorgar líneas y números y las largas distancias tenían un alto costo.
En alguna época, todo tenía qué hacerse por operadora. En lugares como Guerrero Negro, Baja California Sur, meta volante de la Carrera Ciclista Transpeninsular, nos tocaba sufrir porque existía un solo teléfono para toda la comunidad. La llegada de una caravana ciclista de cerca de quinientas personas, treinta de ellas periodistas, suponía un serio reto de comunicación.
Para abreviar tiempo, los medios electrónicos grabábamos previamente nuestra información para enviarla vía telefónica puenteados desde la grabadora, mediante el uso de caimanes (pinzas que se conectaban a los polos de la pastilla). Con ello se mejoraba la calidad del sonido, que pasaba más limpio y nítido.
El primero que lograba comunicarse a su estación o canal, pedía a su operador que parchara (enlazar sin necesidad de otra llamada) al resto de los compañeros a sus respectivos medios.
La transmisión de imágenes, que hoy es un juego de niños, era todo un ritual. El material debía revelarse y editarse en cuarto oscuro, para poder integrar un paquete que tenía que mandarse por avión desde el aeropuerto más cercano, a la ciudad de México.
Si estabas a la mitad de la península de Baja California, tenías que trasladarte hasta Tijuana o La Paz, para buscar a alguna persona que te hiciera el favor de llevar el envío y se tenía que avisar a las redacción quién lo llevaba.
Por todo lo anterior, nos pareció de otro mundo, que en la sala de prensa de los Juegos Olímpicos de Montreal, en 1976, hace casi medio siglo, todas, absolutamente todas las llamadas a cualquier parte del mundo, fueran gratuitas.
Había operadoras, pero sólo levantabas el auricular y pedías “collect call to Mexico City, please”, dabas el número y la comunicación era inmediata y nítida. Un detalle de infinita cortesía del gobierno canadiense, que los contribuyentes apenas acaban de terminar de pagar.
De lo mal acostumbrados que nos dejaron nuestros anfitriones del país de la hoja de maple, nos tocó vivir el contraste absoluto cuatro años después en Moscú 80. La comunicación telefónica era por la vía tradicional: Moscú-Roma-Nueva York-México y tardaba un buen.
Un atisbo de modernidad lo experimentamos a través de la máquina de transmisión fotográfica laser de la agencia AP, que mientras leía línea por línea las fotos, nos permitía al mismo tiempo enviar nuestras grabaciones, con una excelente calidad de sonido.
Para entonces ya se experimentaba con los primeros teléfonos satelitales, que estaban en fase de desarrollo, pero todavía muy lejos de llegar a la gente común.
Debo confesar que cuando tuve mi primer celular, un ladrillo enorme, me daba pena andar por la calle mientras hablaba con alguien. Sentía que parecía loco.
Hoy, no tengo en la memoria más de 5 números telefónicos, sólo por no dejar; ya no soy “el papelitos”, ni me rompo las bolsas del pantalón con monedas de a 20 (que ya ni hay); todo está en la memoria de mi celular, que se ha vuelto la extensión joven de un cuerpo viejo.