
Crónica cuevanense/Roberto Tamayo
Por aquellas extrañas reacciones de mi cabecita loca a quién sabe qué raros estímulos freudianos, de chico yo guardaba todo.
Los bolsillos de mis pantalones eran un verdadero fiestón de sabor, pues lo mismo encontrabas veinte cajitas de chicle, que otras tantas envolturas de dulces o charritos, velitas de algún pastel de cumpleaños y muchos, muchísimos, boletos de camión que recogía de las banquetas.
Mi mamá sufría al tener que sacar todo mi inventario para echar a lavar mi prenda de vestir, pues en las bolsas de todos mis pantalones encontraba el mismo contenido.
Algo, que todavía no desentraño, me susurraba al oído guarda esto o aquello y yo, obediente, acopiaba todo lo más innecesario del planeta.
Llegué a desarrollar un singular método de lectura, que habla muy bien de lo mal barridas que estaban las calles de los sesentas.
Recorría unas diez cuadras desde mi casa en Chilpancingo, hasta Acayucan en la Roma Sur, ya sea por Bajío o por Tehuantepec.
Como inclinarme en esos años era cosa de niños, y sí, levantaba todo lo que veía para leerlo. Un boleto traía un número de serie 0000472, la ruta: Circuito Hospitales-Tacubaya, y el costo: 20 centavos.
Las cajitas de chicles “Adams” abundaban, las verdes de yerbabuena, las amarillas, de menta y las rojas de canela, decían: contenido 2 pastillas. Y así con cajetillas de cigarros Raleigh, envolturas de pastelitos “Pipuchos”, dulces, muéganos, chocolates.
De pronto, llegó Bimbo a mi rescate, con un álbum sobre la vida en la tierra, que me cautivó y me hizo cautivo de las donas. Iniciaba con el hombre de las cavernas y terminaba, con el sputnik que era lo más avanzado de la ciencia sesentera.
Eran cerca de 300 estampitas, que venían en sobrecitos de 5 adentro de los productos de la famosa panificadora. Olvidé mi recolecta de inutilidades y se me hizo religión comprar dos y hasta tres paquetes diarios de donas para llenar el libro de colección.
Ah, pero eso sí, los adquiría con mi propio dinero, producto de barrer las escaleras de la casa, las banquetas de la señora Cantú y de ir por la leche de esta última, que me daba un pesote de plata por comprarle dos litros del perlino líquido procedente de la consorte del toro.
Como era de esperarse llené rápidamente el álbum, pero al final, me faltaba la más difícil, el sputnik, que no me salía por más que me atiborrara de donas… Fue entonces cuando la tragedia se cernió sobre mí.
Sucedió que mis sagrados emolumentos, aunque buenos, no eran constantes ni seguros. En esas circunstancias, no sé por qué fui a caer al Sumesa, abuelito de todos los súper mercados actuales, donde ¿para qué fregados? me puse a revisar cuidadosamente los paquetes de donas y, de pronto ¡ahí estaba! El sputnik en el sobre que tenía en la mano sin poder comprarlo.
Con lo mal delincuente que siempre he sido, se me hizo fácil abrir el paquete para extraer la estampita que necesitaba. En menos de lo que les cuento, sonó la sirena, me cayó el vigilante de la tienda, el FBI, la Gestapo, Interpol, la perjudicial y hasta el gerente, quienes me llevaron al clásico cuartito del que se habla en los relatos más siniestros.
A continuación, lo peor. Me hicieron darles el teléfono del estanquillo al que nos llamaban familiares y amigos. Se comunicaron con mi madre para que fuera por mi y cubriera el costo del producto. Sin alterarse, la autora de mis días se apersonó en la tienda y cargó con su delincuente crío, sin donas ni estampitas.
El silencio maternal, sinónimo de desaprobación, me dolió mucho más que un posible par de nalgadas bien puestas.
Finalmente, un trueque al 40 por 1 con el tlapalero Javier Larios, sirvió para que pudiera llenar mi álbum, que aunque no lo crean guardé casi sesenta años, hasta que un incendio en casa se llevó ese y una buena parte más de mis recuerdos, muchos de los cuales permanecen atesorados en la memoria.