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Crónica Cuevanense/ Roberto Tamayo
Cuando eres joven y enamorado, las distancias son lo de menos; lo mismo recorres ciudades enteras, que tomas carretera, avión, barco, burro, o lo que caiga, con tal de acercarte al ser amado.
Al respecto me asaltaron algunas dudas en mi última visita a la mega metrópoli, hoy llamada ciudad de México, donde vi la luz primera hace ya algunos ayeres y que siempre será mi lugar entrañable.
En casi cuatro décadas de habitar ahí, residí en la Roma Sur, Del Valle, Narvarte, Independencia, Iztacalco y Tlalpan, si no mal recuerdo. Siempre al sur de mi colonia nativa, la primera que menciono y de acuerdo a mi nombre Norberto, que significa viento del norte y sopla hacia el sur.
Todas, colonias bien comunicadas con el resto de la mancha urbana, que podías recorrer en los años 70 por vías congestionadas, pero no estáticas como ahora. Existían el tranvía, los trolebuses, las líneas camioneras y un flamante Sistema de Transporte Colectivo METRO.
Por ejemplo, ir de la Roma Sur al Colegio de Ciencias y Humanidades Vallejo, requería tomar en Insurgentes el CU-Bellas Artes, que te dejaba a una cuadra del Monumento a la Revolución; de ahí, abordabas el Glorieta de Potrero que no iba más allá. Los “materialistas” que se dirigían a la Central Camionera Norte, apenas en construcción, nos daban aventón para llegar a tiempo a clases.
Desde la glorieta de Chilpancingo para el turno de las siete tenías que salir más o menos a las cinco y media de la mañana, pero con todo y trasbordos llegabas a tiempo. El regreso a casa te tomaba casi el mismo tiempo, excepto si tenías una novia, que vivía en Iztapalapa y la acompañabas todas las tardes.
La galantería implicaba caminar hasta la glorieta de Potrero (en las nubes, tomados de la mano), para abordar ahí el camión que nos dejaba en el Monumento a la Revolución, luego el Bellas Artes al metro Insurgentes, para trasbordar a la línea que nos dejaba en Popocatepetl, donde pasaba el trolebús a Iztapalapa.
A la unidad habitacional Lomas de Sotelo, cercana al Toreo de Cuatro Caminos, y la colonia Nueva Santamaría, en años y compañeras posteriores, ya me tocó ir en coche; también eran recorridos de por lo menos una hora, del plantel a sus casas y otra hora hasta llegar a mi domicilio.
Comencé a ir a Ciudad Universitaria cuando todavía vivía en la Roma Sur; Alicia, una compañera que venía de la colonia Industrial, en el extremo norte de la ciudad, pasaba todas las mañanas por mí, porque apenas hacía sus pininos en el arte de la manejada, y yo gustoso tomaba el volante de su flamante Renault R8, auténtica chulada de auto, para llegar en escasos quince minutos al campus universitario. El flujo hacia el sur sobre la avenida Insurgentes, todavía no sabía de congestionamientos.
En un abrir y cerrar de ojos, pasaron cuatro años en Ciencias Políticas de la UNAM, la muerte de mi madre, la consolidación de mi grupo de amigos que se mantiene hasta hoy, mi inicio como profesional en medios de comunicación, un matrimonio fallido, igual que otras relaciones -alguna muy bella y enriquecedora- y viajes, muchos viajes, que me hicieron crecer profesionalmente.
Llegaron después los cargos de mayor responsabilidad, las direcciones de comunicación en CONADE y delegaciones conflictivas como Tláhuac y Venustiano Carranza, cuando en el todavía Distrito Federal, aún se podía circular.
Nunca me di cuenta que era yo un verdadero taxista de closet. Vivía en Tlalpan, en el absoluto sur de la capital del país. Me trasladaba de ahí al Zócalo capitalino, 28.1 kilómetros en hora y media; después, 24 kilómetros unos 46 minutos, de Tlalpan a Tláhuac.
De la zona tlahuica, me lanzaba por mi novia hasta las Lomas de Chapultepec, 38.3 kilómetros, algo así como 1 hora 5 minutos en el mejor de los casos… De las Lomas a la norteña Romero Rubio, 21 kilómetros en 51 minutos (no siempre los mejores del día). Ya de noche regresaba a mi domicilio en el sur, cerca de 34 kilómetros en más o menos una hora. En cifras, 145.4 kilómetros; 5.2 horas en el tránsito citadino cada día.
Distancias y tiempos que hasta hace poco me di cuenta, porque en aquellos años “el fin justificaba los medios”.
En mi más reciente viaje de trabajo a la cdMx, por los rumbos de Taxqueña, procedente de León, Guanajuato, pasé por la caseta de Tepozotlán antes de las 7 de la mañana y llegué al lugar de mi cita después de las 11 de la mañana.
En el trayecto de 4 horas dentro de una selva inmóvil de autos, motos, camiones, bicicletas y peatones, estuve a punto de renunciar al propósito de la visita.
Yo era el único histérico, porque aunque parezca mentira, los capitalinos ya se acostumbraron a esa espesa nata de fierros y gente que les impide moverse.
Perdón, porque sigo enamorado, pero ya no soy joven.