Hablando en Serio/Santiago Heyser Beltrán
En mi libro “Estuve ahí” de próxima aparición (espero), hago una amplia narración de todo lo ocurrido aquel lunes 19 de noviembre de 1984, cuando cerca de las 6 de la mañana estalló la central de gas de San Juan Ixhuatepec, en el Estado de México.
El multicitado suceso, que acaba de cumplir 40 años de ocurrido, se ha tratado desde todos los ángulos posibles, sobre causas y consecuencias, culpables y víctimas.
El destino que me puso en el lugar y el momento mismo sabe que narré con el rigor y la frialdad requerida del trabajo periodístico, todos aquellos sucesos que atestigüé, y las historias en las que me vi involuntariamente involucrado.
Me faltó solamente una… la mía. Puede decirse que es una especie del detrás de cámaras.
A mis plenos 32 años esa madrugada llegaba a casa con la sola idea de dormir, después de una larga noche de parranda. Un resplandor color naranja y un trueno apagado, lejano, pero muy fuerte volvieron a ponerme en alerta.
Y tuve razón. No pasaron ni dos minutos para que sonara el teléfono con la orden tajante de mi jefe “para antier”. Tenía que irme a San Juanico en el instante, lo que me significó recorrer la Avenida Insurgentes, en su totalidad, desde Tlalpan, en el sur del entonces D.F., hasta sus límites en el norte con Tlalnepantla de Baz, Estado de México.
Los efectos de la resaca y la adrenalina, se combinaron. Recorrí en tiempo récord al volante de mi Vocho los más de 22 kilómetros que me separaban del lugar, cuyos mecheros encendidos me sirvieron de faro.
Llegué lo más cerca que pude, hasta donde se permitía el paso y mi primer gran susto fue el ruido. Se escuchaba como si un millón de cazuelas hirvieran al mismo tiempo, lo que evocó mi fobia por las ollas express.
Todo estaba caliente, el piso, las paredes, los árboles, cualquier objeto. El calor era también sofocante y el aire enrarecido y poco respirable. Sentí miedo cuando estuve frente a las dos enormes esferas que ardían, sin que los chorros de agua que lanzaban los bomberos les hicieran ni cosquillas.
Un súbito mareo me nubló la mirada cuando tuve ante mis ojos decenas de cadáveres calcinados, formados en la fila de la leche. Sentí terror, pánico, tristeza, coraje, desamparo. Quería gritar, irme.
La llegada del entonces Jefe de la Policía del Distrito Federal, José Domingo Ramírez Garrido Abreu, me retuvo en el sitio. Pensamos que tendría algo interesante que comunicar.
Lo que dijo marcó un hito en la historia del trabajo reporteril de la época, cuando la mayoría manifestábamos un cierto respeto por la autoridad, situación que él se encargó de echar por el caño. Recién llegado, cuando ni siquiera había dado una vuelta por el lugar, se atrevió a decir que tenían ya una cifra oficial de 26 fallecidos.
La reacción fue unánime de todos los reporteros que llevábamos horas en el sitio. Literalmente lo mandamos a la chingada (la auténtica, no la de caricatura), nos dimos la media vuelta y le dejamos que pusiera donde le hiciera falta su boletín de prensa.
En un momento de pausa, varios de los ahí reunidos, recordamos que ese día, como todos los 19 de noviembre, el empresario Nelson Vargas, entonces presidente de la Federación Mexicana de Natación, ofrecía una carne asada en su casa de San Jerónimo para la fuente deportiva. Ninguno mostró el mínimo antojo.
Todos compartíamos una sensación de soledad, de abandono, de melancolía y de inenarrable tristeza. Nadie, absolutamente nadie, merecía lo que ahí había pasado, con familias enteras desaparecidas o de las que sólo sobrevivió algún miembro que se fue más temprano a trabajar.
Al promediar la jornada, con el olor a carne quemada metido en el cerebro, las brigadas del DIF ofrecieron leche, para disipar la sensación. El dueño de una destruida panadería, regaló las piezas que ya nadie compraría.
-Nomás sacúdanle bien los vidriecitos, advirtió.