Licencias/Norberto Gasque Martínez
Venida a menos, pero nunca derrotada. Así era doña Conchita de la Vega, a quien tuve el privilegio de conocer y tratar en la entonces Subsecretaría del Deporte de principios de los 80.
Fue el titular de la dependencia, doctor Manuel Mondragón y Kalb, quien la rescató de su soledad y la hizo sentir, como siempre fue, una mujer útil y productiva.
Pulcra y elegante, reflejaba lo mejor de sus años de juventud y subrayaba la certeza de que “la clase no se compra”.
Se comportaba con una discreción atrayente, callada y en silencio, cuando tenía todo para presumir como pocos.
¿Y cómo no? Cargó en su vientre a los dos pilotos que le abrieron las puertas de la Fórmula 1 a nuestro país: Pedro y Ricardo Rodríguez de la Vega.
Al lado de sus hijos le tocó vivir todo el glamour de los primeros años del máximo circuito.
No siempre, pero sí de vez en cuando, los acompañaba en sus giras europeas y hasta atestiguó el triunfo de Pedro en Le Mans.
Pocas veces se dejaba fotografiar junto a sus vástagos, campeones mediáticos de la época, merced a su categoría como pilotos.
Doña Conchita sufrió en silencio las muertes, primero de Ricardo, y después de Pedro y se consolaba con la convicción de que fallecieron en lo que más les gustaba.
Ya no lloraba cuando me lo platicó, sólo le cambiaba el rostro para mostrar una profunda tristeza, mientras recogía su escritorio, al acabar su jornada.
Era su hija, Conchita de la Vega Rodríguez, quien pasaba por ella para llevarla a su casa donde se empolvaban una buena cantidad de trofeos obtenidos por sus hijos.
Al día siguiente, regresaba doña Conchita, pulcra y elegante, discreta y callada, sin que mucha gente ni siquiera se imaginara quiénes habían sido sus hijos.