
Les indigna que indigne
Siento especial simpatía por los alumnos de la Universidad La Salle. Los encuentro constantemente en medios de comunicación del estado de Guanajuato; hay mucho talento entre ellos y su preparación es, en muchos casos, de excelencia y, si no, bastante buena.
Yo tuve el gusto de estudiar la secundaria en un colegio lasallista, el Simón Bolívar de la ciudad de México, en Valerio Trujano 34.
Ahí, conviví con personajes de todo tipo, herederos de artistas y políticos, futuros deportistas destacados, en general, gente de dinero, de la que siempre recibí un trato cordial y sin distinciones.
Mientras a muchos los llevaba el chofer, yo llegaba en el Colonia del Valle-Coyoacán, casi siempre en el número 2, que era manejado por una enorme barriga a un hombre pegada, que cubría la ruta en el horario de las 7 de la mañana.
Después de terminar la primaria en el Instituto María Enriqueta, en una vetusta casa porfiriana, la modernidad de las instalaciones del Simón, con canchas de basquetbol, de voley, futbol y pista de carreras, me parecían un sueño hecho realidad.
El edificio principal de líneas modernas y accesos limpios era una invitación al estudio, por decir lo menos.
Me tocó en Primero “A”, mi número era el 18 y estaban en el mismo salón, el hijo de Joaquín Cordero, reconocido actor del cine de la época de oro; el heredero de los carísimos y exclusivos muebles Gerard y el hijo del dueño de la dulcera Laposse, fabricante de exquisitos caramelos.
También en ese plantel, estaban los sobrinos del gobernador de Guanajuato, Juan José Torres Landa, Miguel y Memo Benítez Landa, quienes daban sentido a aquel dicho de aunque la mona se vista de seda, mona se queda.
Traían siempre la mejor ropa de moda del momento, los famosos pantalones Lee y las primeras playeras y chamarras Members Only, que no les lucían por sus figuras desgarbadas y su nula prestancia.
En otros grupos estaban Alfredo Díaz Ordaz, cuidadísimo vástago del presidente de la república en turno, a quien llevaban y recogían todos los días agentes del servicio secreto (esos guaruras que siempre han negado los gobiernos), quienes no permitían que nadie se le acercara.
En una ocasión, un compañero de tercero, mi amigo y hermano Fernando Fragoso, tuvo una dificultad con Alfredito, a quien retó a los golpes con el clásico nos vemos a la salida, que convocaba al alumnado completo a una función gratuita de boxeo.
Por supuesto, ésta jamás se realizó. A la salida, cuando comenzaba a reunirse la gente al grito de ¡pleito, pleito! uno de los guardaespaldas levantó en vilo al flaco Fragoso y lo apartó del sitio con la advertencia de que no se le ocurriera volver a molestar al retoño presidencial.
Leglise, Montané, Aviña, son algunos de los apellidos de maestros que recuerdo, encabezados por el prefecto Chava, figura de respeto en la estructura escolar, quien supervisaba diariamente que todos los grupos atendieran hora con hora la campana del acordémonos que estamos en la presencia de Dios.
El maestro Aviña dibujaba en el pizarrón unos círculos perfectos sin necesidad de compás o cualquier otro instrumento; era de verdad un espectáculo ver cómo los hacía con un solo movimiento de su brazo derecho.
Montané era el cuatacho de todos. Impartía la clase de biología de una forma bastante amena y nos daba aventones a la salida en su coche Borgward, hecho en México. Participaba en un grupo de música folkclórica que se presentaba en el Teatro de La Paz de la Colonia Roma, donde acudíamos a verlo.
En la escuela había talleres diversos y el más popular era el de electricidad, donde te enseñaban los elementos del trato con el fluido eléctrico, a arreglar un contacto, algún aparato y a familiarizarte con los toques. Nada de eso aprendí, me tocó taller de encuadernación. Guardo hasta la fecha algunas libretitas y álbumes cosidos y forrados totalmente a mano, pero no sé cambiar un foco.
También tuve clases de educación física con el profesor Prado y jugué futbol con mi total falta de habilidad. Fallé un gol a un metro de la portería; se me hicieron nudo los pies y mi tiro salió por encima del marco. El único orgullo que me queda, es que el portero del otro equipo era Rafael Puente, quien después brillaría como Wama Puente, arquero de la selección nacional.
Miguel Torruco Marquéz, titular de turismo el sexenio pasado, hijo del actor Miguel Torruco y de la actriz María Elena Marquéz. Fue también mi compañero y sucedió que una tarde nos agarramos a golpes frente a la cooperativa por todo y por nada; terminamos enlodados hasta las orejas y castigados en la dirección.
Lo volví a ver casi diez años después, yo ya como reportero de las revistas Pop y Gente y él como Gerente del Hotel Del Prado. Recordamos el capítulo de nuestro pleito escolar en El Simón y acabé junto a mi fotógrafo en la mejor mesa de pista para cubrir la presentación del cantante inglés Tom Jones.
Aunque sólo hice el primero de secundaria en el turno matutino, segundo y tercero, los cursé también en el Simón Bolívar, pero en el turno nocturno. Mismos maestros, mismas instalaciones y calidad educativa del mismo nivel. Aquí ya sin críos consentidos de nadie.