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Crónica Cuevanense/ Roberto Tamayo
No sé si mi madre los hacía, o los compraba, pero eran cómodos y holgados para poder jugar con toda libertad. Aguantaban hasta las más rudas barridas en home y no se rompían fácilmente al restregarse contra el pasto o el cemento de las banquetas cuando te caías de la bici; eran nuestros pantalones de gabardina o mezclilla del diario.
En aquella emergente colonia Roma sur, donde desde la provincia llegó a residir la fuerza de trabajo del pujante Distrito Federal, jugábamos soccer, americano, béisbol, carreterita, canicas, rueda americana, yoyo, trompo, bote pateado, burro; a veces, avioncito con las niñas y escondidas, cuando llegaba la noche.
Toda la manzana era nuestro territorio. Sobre Tehuantepec existían los árboles ideales para “el que meta su gol para”; a lo largo podíamos hacer la cancha del tamaño que quisiéramos y, cuando mucho, cada 10 o 15 minutos, deteníamos las acciones al grito de ¡coche, coche!
En la calle de Tuxpan, habilitábamos los más famosos estadios: Wembley, el Maracaná, el de los Vaqueros de Dallas o el del Parque del Seguro Social. Todo dependía del balón o la pelota.
Éramos también osadísimos vaqueros o pilotos infernales cuando nos subíamos a las bicicletas. Circulábamos sobre la acera y podíamos sortear hábilmente a cualquier peatón que se cruzara en el camino. Las caídas eran el pan de cada día.
En una ocasión, mi mamá me obligó a llevar a mi hermano menor “El Pollo” a dar la vuelta a la manzana en su bici de rueditas. Como me desesperaba su lentitud, amarré su manubrio a la parte baja de mi asiento, para poder pedalear a mil por hora.
La primera esquina, bien; la segunda, como que se quería caer, pero en la tercera, me paró en seco… quedó enredado en un poste de luz. Furioso le reclamé por no haber dado bien la vuelta y le grité que no llorara como chillón. Al devolvérselo a mi mamá, el que chilló fui yo por haberle roto el brazo a mi brother.
Trascendíamos nuestras fronteras manzaneras, para llegar a las empinadas laterales del Viaducto Miguel Alemán, en su cruce por Xola, Providencia y Avenida Coyoacán.
Transformábamos esas bajadas en el autódromo de la Magdalena Mixhuca y en otras célebres pistas como Silverstone, Le Mans o Indianápolis.
Claro que nuestros vehículos distaban un poco de los que circulaban en aquellas catedrales del automovilismo. Eran más bien tablas de planchar sustraídas a nuestras respectivas mamás. Consumado el robo, les poníamos un eje móvil al frente con su respectiva rondana, tuerca y tornillo, con baleros chicos en los extremos, mientras que atrás clavábamos firmemente dos baleros fijos de mayor tamaño que los de adelante, a la usanza de la Fórmula 1 de la época.
Alguna vez me infligí una severa herida en salva sea la parte, al querer superar de bajada y a toda velocidad un canal de agua sobre la banqueta, a la salida de un garaje.
¿Paso, no paso? – pensé-.
Yo pasé, mi planchimóvil se detuvo en seco y el tornillo de la dirección no me perdonó.
Ese mismo día, en acción similar, me hice un hoyo en la canilla de la pierna derecha, al tratar de esquivar un bache y estrellarme de frente con un árbol. Aún así recibí la paciente y amorosa atención de mi madre.
En pleno tiempo de los “despertares” sobre la calle Bajío poníamos en práctica el rostro ligador; hasta nos peinábamos para ir a ver salir a las niñas del “Refugio G. De León”.
Verania, Carla, Ángeles, Pilar, Yolanda y otras más nos hacían soñar. Buscábamos encontrarlas en misa, invitarles un squash en Sanborn’s del Conjunto Aristos y pasear con ellas por el Parque México, que más tarde nos enteramos que se llamaba “General San Martín”.
No faltaban con ellas las fiestas de fin de semana, en casa de Yola. El escenario de nuestros ensayos de emociones.
No menciono, porque no lo había, ningún tipo de amenaza. Nada de seres obscuros al acecho, peligro de robos, secuestros o asaltos, conductores imprudentes, policías gandallas, maestros abusivos, papás mala onda, niños frágiles y temerosos.
Los tíos y padrinos eran comprometidos y preocupados por nuestra felicidad; el bullying lo resolvíamos a puño limpio; cada quien su sandwich o su torta, nada de golosinas misteriosas o que te causaran diabetes, gaseosas mortales, o aparatos hipnotizantes.
Libres y tranquilos. Así éramos los adolescentes defeños a mediados de los 60.