Genio y figura/Francisco Buenrostro
Desde el inicio de su gobierno, y aún desde antes, en su larguísima etapa de candidato, que a ciencia cierta nunca ha dejado, el todavía presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, tal como lo indica el manual del dictador populista, se ha dedicado a buscar un enemigo que unifique criterios entre el llamado “pueblo bueno”, que es el que le obedece, a diferencia del “pueblo malo”, que es el que, parece, le manda.
En esta consigna de encausar los odios de la mayoría, odios que en las más de las veces ni siquiera sabían los mexicanos que sentían, pero que tan pronto como su líder les indica hacia quién apuntar sus armas, no dudan en montar en cólera y acudir a la caza de los “masiosares”, ya sean reales como el antes innombrable Carlos Salinas de Gortari, Felipe Calderón o García Luna; o bien figuras retóricas como los neoliberales y los aspiracionistas.
Claro que tampoco se puede pelear con todos, faltaba más, por eso es que a la delincuencia organizada le ofreció abrazos y a los arrepentidos, que integraban las filas del PRI (como es el caso del propio mandatario), léase Bartlett, Ebrard o más recientemente el ex presidente Enrique Peña Nieto, a quien no ha tocado ni con el pétalo de un rosa, total impunidad.
Pese a pregonar que nuestro país practica la doctrina Estrada, una política de no intervención y de respeto del derecho a la autodeterminación de los pueblos, el presidente López Obrador sólo la aplica cuando se trata de opinar sobre las violaciones a derechos humanos en países afines a su ideología como son, actualmente, Cuba, Venezuela o Nicaragua.
Sin embargo, en muchas otras ocasiones, como los casos de Perú, Argentina, España y más recientemente Ecuador, no ha tenido el mandatario mexicano el menor recato en pronunciarse en contra de sus respectivos gobiernos, simplemente porque no comparten sus ideales políticos.
Esta injerencia en otras naciones llega a su punto más álgido con la crisis diplomática que ha llevado a que México rompa relaciones con Ecuador, luego de que el gobierno del presidente ecuatoriano Daniel Noboa decidiera ignorar todos los tratados internacionales para invadir la embajada mexicana en Quito y arrestar al prófugo de la justicia Jorge Glas, ex vicepresidente de aquel país durante el gobierno de Rafael Correa.
Si bien es injustificable la acción del gobierno ecuatoriano, condenable a todas luces, no hay que perder de vista que no se trata de un conflicto entre los pueblos de México y Ecuador, sino de muy malos manejos de la situación tanto por parte de las autoridades mexicanas como del país sudamericano.
Pero aún más grave me parece que, a unos meses de dejar el cargo, el presidente López Obrador esté lanzando esta ofensiva que inició desde el mismo asesinato del candidato opositor a la presidencia de Ecuador, Fernando Villavicencio, a quien criminalizó con sus declaraciones, indignando a la familia del fallecido político, quien en su momento denunció la intervención de cárteles mexicanos en su país, lo que llevó a Ecuador a niveles históricos de inseguridad (igual que en México, por cierto).
Hoy en día la condena internacional en contra de Ecuador y su presidente Daniel Noboa es unánime, pero no se puede pasar por alto que Jorge Glas no es un perseguido político sino un criminal comprobado en su país, por lo que es imposible no reflexionar sobre lo que habría pasado si en México la embajada de algún país, el que usted me diga, le hubiera dado asilo político a García Luna o, incluso, a Joaquín Guzmán. En ese supuesto, quizás la historia habría sido muy distinta… o tal vez no tanto.