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La gratitud, dicen, es la mejor virtud del ser humano y hay mucho de verdad en ello.
Todo mortal que se haya abierto camino, desde cero hasta lograr ser alguien de provecho en la vida, debe gratitud a una o muchas personas.
Desde adolescente, me tocó la suerte de toparme con una familia únicamente, que prácticamente me adoptó como uno más de la tribu ¡y vaya tribu! Papa, mamá, cuatro niñas, cinco varones y un advenedizo, yo.
Entré la primera vez a ese hogar en los 60 como amigo de Fernando, mi contemporáneo, cómplice de todos los demás cuates de la escuela y la colonia; un amigo como pocos y como muchos de los que tengo la dicha de conservar hasta el séptimo piso de mi existencia.
Además de sus virtudes personales, Fer contaba con un plus que no escapaba a la vista de propios y extraños; un ramillete de hermanas que nos hacían suspirar.
Susy, de nuestra misma edad, fue reina de la escuela Amado Nervo y madrina del equipo de futbol americano de la institución, los Centuriones.
Ella, sin dar explicaciones, que no las necesitaba, eligió a Jesús su galán, sin hacer caso al resto de la furiosa jauría que perseguía su bien forrado esqueleto.
Tere y Malena, las más grandes, veinteañeras, estaban fuera del alcance de cualquiera de esos mocosos que éramos y Marthita, la dulce Marthita, todavía pequeña para andar en esos trotes, que nunca conocería.
De los hombres, Rafa, el mayor, con físico y estatura de basquetbolista, era un émulo de Elvis Presley, y nos ponía a dudar si acercarnos, o no, a sus hermanas; a Luis, estudioso e importamadrista, no le preocupaba en lo más mínimo el enjambre que seguía a las bellas de casa.
David y Chucho, eran entonces los chavitos de primaria, con intereses muy disímbolos al resto de nuestro grupo de amigos.
Doña Tere me incluyó en la familia una mañana que quiso saber a qué me dedicaba y como respuesta recibió un “a nada” redondo.
Más rápido de lo que lo platico, ella y su esposo don Rafael, quienes presidían la mesa directiva de padres de familia del Colegio Simón Bolívar, al que tuve que renunciar por falta de recur$o$, me inscribieron en la nocturna de ahí mismo, donde concluí mi educación secundaria.
Por si fuera poco, Rafa hijo me consiguió trabajo en la entonces Comisión Nacional de Energía Nuclear, como jefe de inventario del Centro Nuclear de Salazar, Estado de México, donde me tocó inventariar la consola y tina del reactor Hewlett Packard, motivo y razón de esa espectacular y bella instalación que la mayoría de los mexicanos desconoce.
Pasé de paria a “ingeniero” en un abrir y cerrar de ojos, en la plenitud de mis 18, gracias a ese núcleo familiar que me acogió entonces como uno de los suyos.
Ellos me ayudaron a reencontrar el camino, me demostraron que sí se podía, me hicieron sentir el cobijo de una familia y evitaron que renunciara.
El tobogán del estudio me llevó al CCH y de ahí a Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, de donde despegué al mundo de la comunicación.
Hoy, no sé si soy mucho o poco, pero sí sé que soy Norberto Gasque Martínez, por el apoyo de mucha gente, cuyos iniciadores fueron los integrantes de la familia a la que me refiero,
GRACIAS.