Sabores/Alejandra Maldonado
A mediados de los 70, salvo consagrados como Paco Malgesto, León Michel, Jorge Labardini, el Mago Septién o don Fernando Marcos, entre otros, no cualquiera se podía poner ante un micrófono sin la respectiva licencia de aptitud.
Para trabajar en algún medio electrónico, la Dirección Audiovisual (más tarde Dirección General de Televisión Educativa) de la Secretaría de Educación Pública, expedía un permiso que debía renovarse cada 90 días, mientras se realizaba el examen de locución.
Él mismo, constaba de un cuestionario de 150 preguntas sobre literatura, historia, geografía, arte y algo de política; pronunciación de palabras en inglés, francés, alemán e italiano.
En cabina se evaluaban improvisación, lectura de noticias, locución de comerciales y, el más pesado, conocimientos generales sobre la Ley Federal de Radio y Televisión.
Yo lo aprobé hasta el segundo intento. En el primero, superé sin problemas el de cultura general pues era mi época de universitario; acostumbrado a las informaciones cablegráficas por mi trabajo en radio, no tuve problemas con el de pronunciación extranjera.
Para la prueba de cabina tuve la suerte de encontrarme con un sinodal yucateco. Miguel Canto y Guty Espadas, ambos nativos de la Blanca Mérida, eran monarcas, en las divisiones mínimas del Consejo Mundial de Boxeo. De los dos minutos que pedían de improvisación me excedí más de diez ante la complacencia del maestro, aficionadazo al deporte de las trompadas. Obvio, lo aprobé sin problemas.
Pero llegó el de la Ley Federal de Radio y Televisión. Me preguntaron sobre el artículo que establecía la necesidad de un certificado de aptitud para ejercer como locutor. Me lo sabía, era el artículo 84.
-Dígamelo textualmente, palabra por palabra, me pidió el maestro.
No supe.
-Estudie y regrese el próximo mes.
Repetí todo el numerito al mes siguiente y superé sin broncas los tres primeros filtros. Al llegar a la Ley Federal y cuando me hicieron la misma pregunta, dije ya la hice. Lo recité a la perfección.
Era otro sinodal y me dijo: “No repita como loro, se trata de que entienda a qué se refiere”.
Creo que mi cara de desilusión le impresionó, porque me aprobó con una serie de recomendaciones para mi preparación.
Así, en enero de 1977 me entregaron mi Certificado de Aptitud como Locutor categoría “A” por mi nivel de estudios de prepa, pues para la “B” se exigía apenas secundaria.
Todo ese viacrucis pasó a la historia cuando en 2016 se derogó la atribución de la Dirección General de Televisión Educativa, para expedir licencias de locutores, comentaristas y cronistas de radio y televisión.
Las nuevas generaciones gozan de mayor libertad y de ellos nada más depende la calidad de su trabajo, porque los operadores, productores y correctores preocupados por el idioma, son especies en extinción.
Hay casos notables de gente con gran preparación y cualidades superlativas para ejercer la locución, pero otros tantos dejan mucho qué desear.
Preocupa el hecho de que no les interese su credibilidad y ejemplos así los vemos y escuchamos a diario tanto en radio como en televisión, sin que aparentemente a nadie le preocupe.
Uno de mis maestros de la vieja guardia nos enseñó a buscar siempre la pronunciación correcta sobre todo de los nombres extranjeros. Teníamos que hablar a la embajada correspondiente y exponer la duda. Lo puse en práctica cuando recibí un cable con el siguiente nombre: Zbigniew Brzezinski… Premio al que lo pronuncie bien en frío y a la primera.