
Descomplicado/Jorge Robledo
trauma de los desaparecidos no es el exterminio, amplio o escaso, en el rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco. No importa tanto la disputa sobre si allí murieron pocos, algunos, muchos o ninguno. En todo caso el hecho alude a una metáfora que no se puede ignorar: los narcos y el gobierno coinciden en el objetivo de desaparecer o minimizar a los desaparecidos. Aun así, los más de cincuenta mil mexicanos no encontrados durante el gobierno de López Obrador y los que se acumulan día con día son un ominoso mensaje sobre la impunidad de criminales y homicidas. Incompetencia, complacencia o complicidad de las autoridades.
Es inevitable que los organismos internacionales competentes, como el Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU remitan al asunto y es evidente, por su magnitud, que no se puede excluir la participación de autoridades de cualquiera de los órdenes de gobierno; aunque no sea política de Estado, sí ha sido la de desaparecer los desaparecidos, así como dejar en estado de indefensión a la población por la política de abrazos no balazos. Los desaparecidos no pueden quedar como el registro de un subgrupo lejano a lo que viven los mexicanos. Los desaparecidos deben despertar la mayor de las indignaciones, al igual que los feminicidios, los homicidios que por igual alcanzan a periodistas, sacerdotes, policías y personas ajenas a la criminalidad. El reclamo enérgico e intransigente no es sólo por ellos, es por todos nosotros. La normalidad del homicidio o la pax narca no pueden interiorizarse en una sociedad acostumbrada a la incompetencia de sus autoridades y órganos judiciales para acabar con la impunidad, el cáncer mayor y más pernicioso en el cuerpo nacional.
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