
Justicia laboral digna en Guanajuato/Paulino Lorea
Oberhoffen
Hasta el nombre suena bonito y evocador. Se trata de un apacible poblado a la orilla del lago de Thun, en Suiza.
En 1977, después de la Universiada de Sofía, un pequeño grupo de comunicadores, camino a la Primera Copa Mundial de Atletismo, en Dusseldorf, entonces Alemania Federal, hicimos una escala de lujo en tierras helvéticas.
La idea fue de Toño Barragán, reportero estrella de Radio Fórmula, quien ya reunía un buen de kilómetros recorridos en el Viejo Continente y quien decía que todas las capitales del mundo eran iguales: gente, bullicio, autos, edificios y cemento.
Insistía en que lo bello de cada país es conocer el interior; los lugares donde vive su gente, donde se palpan sus costumbres y tradiciones. Tenía razón y rápido nos convenció con hechos y evidencias irrefutables. Había tiempo en lo que se iniciaba nuestra próxima cobertura.
Completaban el tour don Jorge Coria, decano de decanos de la prensa deportiva y el siempre novato del planeta, Carlos Suárez, del Núcleo Radio Mil.
Del Cantón de Berna nos movimos en un colectivo a Interlaken, que significa entre lagos y que responde perfecto al nombre, pues lo definen los lagos de Thun y Bierns, que forman un cuerpo de agua más que respetable.
Recién desempacados del pseudosocialismo que se practicaba en Bulgaria, todo se veía extremo en la libertad occidental y los precios no eran la excepción. Lo constaté mientras esperábamos un navío que nos cruzaría el lago.
Por desobediente, tuve que pagar carísimo un magro desayuno de dos huevos estrellados, servidos solitarios en un plato sin nada de guarnición (de frijolitos y salsa ni hablamos) con dos rebanadas de pan tostado.
Además, cometí la osadía de pedir una Coke… Al tipo de cambio actual, el antojo me salió en cerca de 500 pesos, centavos que ni entonces ni ahora me han sobrado. Tuve que soportar la carrilla por mi excesivo gasto el resto del viaje.
El licenciado Coria, no sé de dónde, sacó un trozo de sándwich frío y Toño un paquetito de papas a la francesa. Carlos, le quitó un pedazo de su emparedado al lic y se comió casi todas las papas de Barragán.
Al subir a la embarcación, nos obsequiaron unas bolsitas con mendrugos que, aunque agradecimos, no consideramos correcto consumir en aquel momento. Nos instalamos en cubierta y recapitulamos algunas cosas que vivimos en la capital búlgara. Yo les conté de mi escapada a Grecia y lamenté que mi brother Ricardo Burgos, quien viajó conmigo a Atenas, no haya podido acompañarnos a la Copa de Atletismo, pues regresó a México al concluir los Juegos Universitarios.
La charla fue interrumpida por una parvada de osadas gaviotas que acompañaban el recorrido de la embarcación de lado a lado y a ras de la cubierta. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que los mendrugos no nos pertenecían.
Poníamos unos cuantos en la palma de la mano y las aves se turnaban para tomarlos hábilmente, también podías arrojarlos al aire y no perdían uno solo. El espectáculo de verdad nos maravilló pues era algo que no veías todos los días.
Y siguieron las agradables sorpresas. Si alguien en su vida tuvo en sus manos un chocolate “Vaquitas Wongs” recordará el paisaje de ensueño de la envoltura. Pues era real y podía verse en la llegada a Oberhoffen; el verdor de sus lomas y el ganado que pastaba no era un dibujo, era una fotografía.
A ese paraíso habíamos llegado. Pero faltaban más sorpresas. Toño nos llevó al hotel Kreuz, un castillo a la orilla del lago, propiedad de Ferena y Anthony Kreuz, quienes nos recibieron como si nos conocieran de toda la vida y nos hicieron sentir su hospitalidad con un plus en cada desayuno del austero plan americano.
Ellos nos animaron para visitar Schilthorn, el pico nevado donde se filmó la película de James Bond, Al Servicio Secreto de Su Majestad a finales de los 60. En la cumbre el restaurante Piz Gloria, tenía la fama de contar con la carta más internacional y completa del planeta; no era cierto, pedí unas enchiladas suizas y no supieron prepararlas.
Para llegar a esa cumbre hay que subir en un tren de cremallera y un teleférico, además de un viaje en otro tren entre Mürren y Spiz, según recuerdo.
Cada quien llevaba en su mochila su respectiva botella de vino, su baguette con excelentes quesos y carnes frías y todavía nos dábamos el lujo de comprar algunos tomatitos Cherry (por cierto mexicanos).
Escogíamos el paisaje y montábamos el imaginario mantel, para disfrutar nuestros alimentos en los que cada día gastábamos una mínima cantidad con todo y deliciosos vinos.
Así eran nuestros recorridos entre una sede y otra de los eventos deportivos que nos tocaba cubrir en Europa.
Como buenos trotamundos llegamos a erigirnos como La Caravana del Hambre, más no de la Sed.