
Bohemio/Paulino Lorea
Casi todos hemos amado a un perro, o a varios. Los de mi generación aprendimos a quererlos a través de series televisivas como Rin-Tin-Tín, o Lassie. El primero, gallardo Pastor Alemán, miembro del ejército de Estados Unidos, fiel compañero del pequeño Rusty, con el que vivió decenas de peligrosas aventuras siempre a favor de la justicia y con un mensaje enriquecedor para los niños de aquella época.
Lassie, la bella perra Collie, traía historias más de familia en un ambiente urbano en el que el mal, representado por torpes malhechores, era siempre derrotado por la gente de buena voluntad. Ambas series, casi simultáneas, calaron fuerte en el corazón de las generaciones jóvenes de entonces.
Todos, sin excepción, queríamos un Rintintín o una Lassie, pero ya desde entonces ambas razas se cotizaban alto y no cualquiera podía darse el lujo de lucirse con un can de pedigree. A cambio, abundaban los cachorros cable, aquellos cruza de corriente con callejero. De esa ralea era la Simba, preciosura de perra que le regalaron a mi hermano mayor, Heriberto.
La aceptación de mi hermano Carlos y la mía fue unánime y la conexión entre el canino ejemplar y mi señora madre, se dio desde la primera vez que mi Má la tuvo en su mano. Sus miraditas de complicidad y los arrumacos nariz con nariz, nos dieron a entender que lo que había ahí era amor.
Y no nos equivocamos, se hicieron compañeras de vida. A donde iba mi mamá, ahí estaba la Simba; se salían a dar la vuelta para que la perrita hiciera sus necesidades y su humana se encargaba de que nunca en sus platos faltara agua o comida; no eran los tiempos del alimento para perros, comía las sobras de lo que preparaba mi mamá y nunca se enfermó.
La consentida de la señora de la casa decidió no aparearse y, por más que le hicieron el intento de juntarla con algún apuesto Pastor Alemán, se mantuvo sin mancha. Prefería quedarse a un lado de la cama. Bastante tenía con cuidar a su ama, quien aquejada por la diabetes estuvo postrada un buen tiempo.
Compañera y guardiana el noble animal no permitía que algún desconocido se acercara al lecho de su humana. Batallábamos cada vez que el doctor acudía a visitarla, pues el galeno nunca fue de las simpatías de la gorda,
Su separación de dio en la etapa terminal de mi señora madre, cuando tuvo que ser trasladada a un hospital para su atención médica. Cada que alguno de nosotros llegaba a casa, la perra corría al encuentro con cara de interrogación; quería saber qué sucedía con su querida ama.
Y sucedió que jamás volvieron a encontrarse. La tarde que regresamos del panteón, después de enterrar a mi señora madre, caí sentado en el sillón de la sala; Simba se acercó, puso su cabeza entre mis piernas y con una mirada de tristeza que no recuerdo haber visto en alguno de los llamados humanos, me interrogó. Un gruñido apagado y largo me produjo una tremenda sensación de miedo, porque pensé que en cualquier momento me hablaría.
-Mamá ya no va a volver-le dije.
Me entendió, dio la media vuelta y fue a echarse en un rincón junto a su plato de comida.
No le sobrevivió mucho tiempo a mi mamá. Se quedó sin cómplice, compañera, amiga, sin un amor de ese tamaño.
Pasaron años para que volviera a encariñarme con un can. Llegó la Grisy, cruza de Pequinés con Chihuahueño, una auténtica mirruña, que me acompañó en días muy difíciles de mi existencia.
Dormía conmigo, cabeza con cabeza, tapada bajo mis sábanas. Dejó de ser señorita en cuanto pudo y trajo al Jumbo y a la Cessna a este mundo. Tuve que abandonarla en contra de mi voluntad.
Cuando por alguna situación debía visitar la casa donde la dejé, me hacía unas fiestas que harían palidecer la recepción a un rey. Brincaba, trepaba por paredes y muebles, bailaba, movía la cola y gruñía en tono cordial; lloraba y se aporreaba contra la puerta cuando me iba.
Han sido ellas dos, mis lecciones de vida caninas, por las que no me equivoco al decir que, en ocasiones, un perro supera con mucho a ciertos tipos que quieren ponerse el disfraz de seres humanos, sin tener la mínima idea de lo que se trata.
La Chispa y Mayli, son otras dos magníficas presencias perrunas en mi vida y me confirman la idea de que hay perros a los que sólo les hace falta hablar. Los ahora llamados Lomitos son algo de lo mejor de la creación y si tuviéramos la inteligencia suficiente para interpretarlos y actuar en consecuencia, seguro que este sería un mundo mucho mejor.