Sabores
El original de este escrito se perdió hace años, en los tiempos de Facultad, pero me redituó un MB en la clase del maestro Gustavo Sáinz. Era la crónica paso a paso, minuto a minuto, de un viaje que realizamos a la península de Yucatán, Ignacio Elizarraraz del Pozo, Sergio Ajuria Ceja y yo.
Eran los primeros años de la década de los 70 y el tren, ese romántico armatoste que partía de la estación Buenavista, nos costó menos de 50 pesos por cabeza y en él nos hicimos a las vías un día de verano.
Como clásicos estudiambres el deseo era grande pero el presupuesto mínimo. Avión, ni en nuestros mejores sueños; autobús, fuera de nuestro alcance, pero… existía el tren.
Ninguno llevaba maleta, cada quien una pequeña mochila con lo más indispensable. Con eso y un espíritu de aventura nuevecito disfrutábamos cada detalle de nuestra travesía.
Salimos del entonces D.F. por el rumbo de Iztapalapa y nos enfilamos hacia Puebla, nuestra primera parada donde comimos con apetito de recién nacido todas las delicias que aparecieron frente a nuestros ojos: Taquitos, tamales, sopecitos, enchiladas, donas, dulces envueltos y encuerados mermaron nuestro de por sí exiguo presupuesto.
Con la barriga llena y el corazón contento continuamos el trayecto hacia Mérida en esa primera noche, que pasamos casi sin dormir al unirnos a un grupo que no olvidó sus guitarras para amenizar el viaje.
El vaivén del vagón y el sabroso taca-tán se detuvieron de pronto y no sabíamos por qué. Se presentó una avería y estaríamos detenidos un buen rato, nos dijo el maquinista. Estábamos en Tierra Blanca, Veracruz, con un sembradío de piñas a la vista.
¿Piñas gratis? Comenzó el primero y no tardamos todos los demás, fue una ra-piña, pero… En el pecado llevamos la penitencia: Una hora más tarde, todos los abusivos sangrábamos profusamente con los labios hechos pedazos por el ácido de la rica fruta.
Podías llorar o reír. Optamos por lo segundo, instalados totalmente en modo vacaciones. Esa fue apenas la primera de las más de 15 averías que sufrió la máquina.
Nos bañábamos con ropa en las tomas de agua de los trenes, era sólo para refrescarnos y ya no nos preocupaba el grito de “¡Vámonos!” Corríamos y en menos de 5 minutos alcanzábamos el cabús.
Con todos los demás pasajeros, comenzamos como compañeros de viaje y casi nos volvimos familia. Se organizaba la coperacha para la comida, porque cada vez era menos el dinero de todos. Nunca imaginamos que la mitad del tiempo de nuestras vacaciones la pasaríamos en un tren. Después de 77 horas, Mérida ya se veía como un sueño lejano.
CONTINUARÁ…