
México recibe récord histórico de inversión extranjera
Muchas personas me han apoyado, a lo largo de mi ya prolongada existencia. Sería incongruente tratar de pagar a cada una lo que de tan buen grado hicieron.
Me toca, en cambio, replicar esas acciones con personas que la pasan tan mal, como yo la pasé en distintas circunstancias de vida.
La gran mentira del apoyo moral, corresponde al terreno del juego que todos jugamos, porque ni cuesta, ni cansa, ni duele. El apoyo de verdad significa brindar tiempo y atención; estar realmente al lado de quien lo necesite.
Tengo varias menciones especiales para quienes me han ayudado a ser lo que soy. La primera, por default, recae en mi señora madre, quien lidió con un chiquillo enfermizo y pleno de defectos de fábrica.
Sin su devota entrega cuando me operaron del corazón, apenas a los 10 años, no sé si hubiera superado el trance con la entereza que lo hice, acicateado también por mi papá.
Tuvo mucho qué ver el doctor Armando Pliego, excelente cardiólogo remendón, a quien entregaron una criatura con incierta perspectiva de vida y devolvió a alguien capaz de superar las siete décadas.
Cuando tocó a mi Jechu rendir cuentas al Señor, mi madrina Tella y mi primo Manuelito, ambos trabajadores del ISSSTE, me echaron mayúscula mano con la tramitología y el velatorio, que yo solo no hubiera solucionado.
MI amigo y hermano Fernando Fragoso, me apoyó con una considerable cantidad económica y cometí el error de querer pagársela. Poco faltó para que me golpeara:
-¡Idiota! ¿Cuándo te dije que te iba a cobrar?-
Su generosa donación fue un homenaje a la querida tía Soco, como todos mis amigos conocían a doña Socorro.
Ya en plena actividad profesional padecí una terrible forunculitis de la que me sacó adelante mi admirado doctor Horacio Ramírez Mercado y nadie más, ni siquiera con apoyo moral.
Con altas y bajas comunes transcurrió mi vapuleada salud, hasta que a principios de los 90 una vértebra bromista volvió a llevarme al quirófano. Como apariciones celestiales, mi tía Nena, hermana de mi papá, y mi madrina de bautizo, Estrella, me brindaron tiempo, atención y alimento para que, literalmente, pudiera volver a caminar.
Después, llegaron los fracasos. Los éxitos se escondieron y con la moral apachurrada le abrí la puerta a toda la mala vibra posible, que se manifestó con tres largos meses de hospitalización, aquejado por todo lo inimaginable. El cigarro pasó factura y con menos de 40 kilos perdí la mitad del pulmón derecho.
No quería a nadie cerca y, además de mis hermanos, sólo mi papá insistió en brindarme su tiempo. Pero había otro tremendo banco de amor, en el que tenía recursos inagotables: Mi prima Ligia y mis sobrinas, Ligia, Marisol y Gabriela.
-Nada más tienes que llegar a Mérida y aquí lo tienes todo- me dijo.
Enteradas de mis miserias -no sé cómo-, Claudita Cruz y Maricarmen Salazar Téllez (quien merece capítulo aparte) me obsequiaron el boleto de avión para viajar a la Ciudad Blanca.
Y sí, ahí todo cambió. Jamás estuve más apapachado, pues a pesar de que Ligia no se llevaba para nada con ella, no impidió que mi adorable prima Cecilia Cervera, se acercara a mí para entregarme espléndidamente su tiempo y yo a ella, en interminables e inolvidables charlas de café.
Ligia y mis sobrinas me dieron absolutamente todo: Comida, techo, atención, medicina, familia. Ceci, me refaccionaba además para que no anduviera con las bolsas vacías, propósito para el que también contribuía mi amigazo Ricardo Burgos.
Con una nueva vida y 54 kilos dejé la Mérida de mi papá para llegar a León, Guanajuato, tierra de mi madre. No sabía la que me esperaba.
Conocí a Lupita, la mujer que estaba destinada para prolongar mi existencia. La vida me premió, pero a ella le cobraron por adelantado todas las que no ha hecho. A los dos años de casados se me venció la garantía y la metí en tremendo brete con una clásica apendicitis, a la que le siguió una neumonía cuata y más tarde una bacteria que se alimentaba de mi cráneo.
Como si tuviera toda la experiencia del mundo, me sacó adelante, al mismo tiempo que se las arreglaba para atender a sus padres y estudiar la carrera de contadora. Afrontó, además, mi súbita falta de trabajo, ante la que amigos y conocidos se vieron maniatados hasta para dármela de redactor de quinta.
Lindísimas amigas a las que amo, ellas saben quiénes son, me brindaron su apoyo; destacó Vale Arellano, quien se echó a cuestas, como si fuera un apostolado, preocuparse porque mantuviera el ánimo y no cayera en la miseria de ningún tipo.
Juan Aguilera me brindó la oportunidad de mantenerme vigente y ahora Rafa Gutiérrez, me alienta para seguir adelante en el trabajo más bello del mundo, gracias al que todavía puedo decir, soy.