
Los retos de México ante la renegociación del T-MEC
Hace tiempo, viajar en avión estaba reservado para unos cuantos y la etiqueta de pasajero exigía, de menos, saco y corbata para trayectos cortos.
Todavía en los setenta, volar a Europa era todo un suceso que ameritaba una vestimenta informal adecuada para la ocasión; un valor entendido que no venía en ningún instructivo… o más bien, sí.
Tanto para los olímpicos de Montreal 76, como para Moscú 80, el Comité Olímpico Mexicano editó un instructivo-guía para los integrantes de la delegación; un folleto en el que se indicaba, de pé a pá, como debías comportarte durante el vuelo, sobre todo si portabas el uniforme oficial.
Me tocó sufrirlo rumbo a Moscú, cuando le pedí un trago a la señorita azafata; me contestó con una sonrisa y de manera muy educada me hizo saber que estaba prohibido servir bebidas alcohólicas a los deportistas.
Aunque de inmediato me quité el saco y la corbata, tardé en convencerla de que pertenecía al equipo de prensa; no tenía un físico atlético, pero era flaco esmirriado.
El asunto era de vida o muerte para mí, porque la noche anterior estuve con unos amigos en la celebración de mis primeros olímpicos en el Viejo Continente y, además de que llegué de último minuto para abordar el avión, venía totalmente falto de cocimiento.
Subrayé el gran privilegio que teníamos y que nunca apreciamos hasta que nos lo quitaron, después del 11-09-02, cuando el mundo de los viajes aéreos cambió radicalmente y para siempre.
Antes del ataque a las Torres Gemelas, viajar por todo el mundo en avión, era una experiencia por demás placentera, sin esperas eternas, horarios ajustados, miradas inquisidoras, ni revisiones exhaustivas; la amabilidad de antaño cedió ante el recelo.
Por fortuna, otras formas de traslado como los terrestres, autocar, tren y marítimos como pangas y barcos pequeños no se vieron afectados por esta ola de miedo irracional que vino a complicarlo todo, con la bandera de la desconfianza entre unos y otros por delante.
Cuando esto no era así, recuerdo un viaje de París a Ámsterdam, todavía sin el moderno Eurostar, que tardaba cerca de seis horas; salía a la 1 de la mañana y a las 7 ya estabas en la Venecia del Norte.
En temporadas normales podías esperar un viaje cómodo en algún mullido gabinete; no así en temporada alta, cuando con muy buena suerte encontrabas algún espacio entre vagones para recargarte en la pared y sentarte estilo flor de loto, al lado de otros tantos afortunados como tú.
Hasta ahí, todo perfecto. Lo que nunca consideré fue el bajón de temperatura que era punto menos que congelante. Como mi atuendo era el muy clásico de verano, jamás pensé cargar una chamarra, cobija, chipiturco, gabán, ni nada que me protegiera de las inclemencias climáticas.
Era tanto el frío que sentía, que estuve seguro que moriría. Con tanta heladez, me sentí triste, desmoralizado, entré en un estado prácticamente de hibernación que me llevó a perder la conciencia de qué hacía y quién era. El vaivén y el sonido de las ruedas del tren me arrullaron y me dejé ir hacia ese destino predecible.
Pero no fue así, la luz del amanecer me despertó para darme cuenta que estaba cubierto con una cobija. Frente a mí, Antonella y Francesco, me veían con la misma curiosidad con que ves nacer un pollito. Yo no supe qué decir en ese momento, había sobrevivido a la noche más fría de mi existencia.
Nos comunicamos en italiañol y pude saber que la pareja de jóvenes regresaba de Sudáfrica donde fueron a pasar su luna de miel e iban con destino a Milán. Compartieron conmigo un trozo de panino y alguna bebida que traían en un termo; jamás sentí tanta ternura por alguien. Ellos, de verdad, me salvaron la vida.
No cabe duda que, como dicen por ahí, en este mundo somos más los buenos y así ha sido siempre.